La música de Mahler, ese manantial que no se agota
La aparición en los estantes de novedades discográficas de una redición, como parte de la serie Grabaciones legendarias. Los originales del catálogo Decca, de la Séptima Sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911) que nos legó el igualmente legendario director de orquesta húngaro sir Georg Solti (1912-1997), habilita una revisión somera de la hasta el momento menos estudiada de entre las 10 sinfonías que escribió el autor austriaco. Solti saltó en el estudio de grabación con su Sinfónica de Chicago en mayo de 1971. Una bella caja de cartón contenía entonces dos enormes platos negros, elepé, en acetato. Transcurrido el tiempo y teniendo en cuenta el menor número de grabaciones que se han producido, en relación con las otras sinfonías, “más populares”, de Mahler, la disquera Decca decidió remasterizar ese material que es un tesoro mediante la técnica que los ingenieros identifican con números y letras así: 96 khz.24 bit y que cualquiera puede descifrar, sin ser científico sino simple escucha, cuando en su sistema de bocinas empiecen a saltar por aquí el arpa a todo galope, por allá la sección de trombones retumbando, acullá la batería de percusiones perforando el aire, en las bocinas centrales los alientos-madera y encima del todo, como si hubiera bocinas inclusive en el techo, el rumor apaciguado de las violas. Todas las ecuaciones, los algoritmos, las derivadas, las integrales, el Baldor, el Lehmann y todos los libros clásicos de álgebra, trigonometría y matemáticas completos rinden sus certezas ante este prodigio de sonido remasterizado. No es como si estuviera uno en la sala de grabación, es distinto, solamente mejor en el sentido de que es como si estando en el lugar de los hechos uno tuviera la velocidad de Flash Gordon para ubicar el oído en el pabellón de los cornos franceses y al siguiente compás estar postrado bajo el redoble del timbal y enseguida frente al mismísimo umbral del cielo en esa lluvia de cuerdas agitadas por la pasión. Desde luego que presenciar todo esto en una sala de conciertos es algo que resulta imposible de superar. La tecnología ha avanzado lo suficiente como para multiplicarnos el placer pero jamás alcanzará la capacidad de que cuando escuchemos a Mahler en vivo, todas y cada una de nuestras células, neuronas, tejidos y recovecos vibren al unísono con la orquesta, que es lo que sucede únicamente en un concierto en vivo y en persona. La remasterización que nos ocupa ofrece el paraíso artificial que se convierte en real cuando las bocinas ponen relieves inusitados en los distintos pasajes donde Solti puso el acento. Los efectos logrados son tales que en el mismísimo inicio da la impresión de que el disco está “rayado” (término antiguo, nacido en la era de los elepés, pero que se conserva y se usa cuando un cidí repi repi repi repite una nota como loquito) cuando en realidad el director de orquesta puso en primer plano (close up sound, recurso bastante socorrido en las grabaciones de Leonard Bernstein y que irrita a muchos y nos fascina a otros tantos) la manera como Mahler utiliza las cuerdas, en una cantinela obcecada, mientras la mayoría de los otros directores ponen en primer nivel los alientos-metales en ese pasaje inicial. Aunque pocas en relación con el resto de sus hermanas, las grabaciones de la Séptima de Mahler son abundantes y vale la pena mencionar algunas por su interés particular: la de Bernstein es una maravilla, la de Otto Klemperer un tesoro, además de que dura cien minutos (¡!), es decir, 30 minutos más de lo que dura la partitura original, en una sensación de cámara lenta de delicia inexorable. La versión de Klemperer es de la misma fecha que la de Solti, la primera que hizo Bernstein y también la primera que hizo Bernard Haitink, quien por cierto la acaba de poner en vida, la semana pasada, con la Filarmónica de Berlín. La versión de Kurt Masur, quien siempre graba en vivo, con público, es pasmosa: emerge siempre una sensación de sonido periférico, una suerte de “sombra” de sonido, mediante un procedimiento harto singular extraído de los recursos interminables de interpretación que nacen de la polifonía implícita en toda partitura mahleriana. También hay una versión, no muy fácil de conseguir por cierto, de la marca Arkadia, dirigida por Bruno Maderna (¡!) y el resultado es tan lógico como impresionante: es el punto de vista y de oído de un director que es también compositor, Maderna, de una partitura de otro compositor y director de orquesta, Mahler. Algo similar sucede con la de Pierre Boulez. Pero también la versión de Claudio Abbado es mahlerianísima en grado más que superlativo, la de Giuseppe Sinópoli (llamado entre los mahlerianos del lado moridor alegremente Don Pepe Cinépolis) se asemeja en pasión a la de Solti. Y hay una grabación con piano a cuatro manos, bajo el sello alemán MDG Gold. Frente a todas ellas, la de Solti es sencillamente prodigiosa. Hay en todas las versiones un aroma diferente del mismo bouquet. Cada director, entre quienes Maderna se acerca más, extrae gotas de la esencia mahleriana de esta sinfonía, de la que sólo se ha hablado de su misterio nocturno, su sublime expresión amorosa y su final de estallido en luz. Lo que no se ha explorado suficientemente es ese aire incandescente indescifrable que sí capturan otros autores, entre ellos Stanley Kubrick en su obra póstuma y no es casualidad que en aquel filme, Eyes Wide Shut, el punto de partida sea la Traumnovelle, de Arthur Schitzler. El universo onírico (encapsulado en el término alemán traum), el misterio del sexo y de la muerte (Freud), lo sublime puesto frente a frente con lo terrible (Mahler), lo inefable que se convierte en hecho (Goethe), una síntesis apabullante que explica en parte que la Séptima sea la sinfonía menos tocada, estudiada y explorada de Mahler. Al escuchar la Séptima Sinfonía acude la certeza de observar, escuchar, percibir esa atmósfera de cambio de era que capturaron Mahler y Schnitzler por separado pero como si ambos se hubiesen sentado en un café vienés y acordar: tu pones en música y yo en letras lo que estamos viviendo: un aire de cambio más allá de lo que Visconti redujo al aroma de la “decadencia” y más acá a lo que Sigmund Freud, amigo de Mahler y Schnitzler, condensó en el término “malestar en la cultura”. En fin, que a más de tres décadas de iniciados en el mahlerianismo, aún tenemos por fortuna mucho por saber. Por aprender, que a eso venimos a este plano terrenal, a experimentar, sentir, aprender. Tomado de La Jornada