La doctrina del shock
Reseña Por: Benedetto Vecch
Una cosa es cierta. Naomi Klein, tras el éxito de NoLogo, no se ha quedado mano sobre mano. Se puso nuevamente en ruta, visitando o viviendo por breves períodos en Argentina, Brasil, Sudáfrica, Chile, Bolivia, Irak, Sri Lanka, Tailandia, Líbano, Rusia y, huelga decirlo, EEUU.
Desde esos países ha enviado reportajes y en esos países ha entrevistado a economistas y a activistas para periódicos como The Guardian, The Nation o el New York Times. Al propio tiempo, ha acumulado información sobre los cambios operados en el neoliberalismo tras el ataque al World Trade Center neoyorquino del 11 de septiembre de hace ahora seis años.
Con el paso del tiempo, sin embargo, ha madurado en ella la convicción de que el capitalismo del siglo XX presentaba robustos elementos de continuidad, pero también de discontinuidad, respecto a los elementos que la ensayística contemporánea llama los gloriosos treinta años, es decir, el período de desarrollo económico y social que siguió a la II Guerra Mundial, que vio surgir en muchos países la presencia reguladora del estado en la economía y en la vida social.
La continuidad venía del Estado de Bienestar, en sus diversas traducciones nacionales, y de una relación de dominación de algunos países fuertes respecto de otros países "débiles", usados precisamente como laboratorios de experimentación de políticas económicas desprejuiciadas que en el potente Norte habrían hallado no pocas resistencias por parte de las fuerzas sindicales y políticas del movimiento obrero y de otros movimientos sociales. Lo difícil, en cambio, era perfilar las discontinuidades. Y son precisamente las discontinuidades las que centran la atención de Naomi Klein.
La constelación neoliberal
El resultado es un libro que puede leerse como una contrahistoria del neoliberalismo contemporáneo. Su título, Skock doctrine [La doctrina del shock], introduce inmediatamente en la tesis del volumen: las crisis -económicas, sociales o políticas- y las catástrofes ambientales son usadas para introducir unas reformas neoliberales que han llevado a la demolición del Estado de Bienestar.
El libro entra, para empezar, en el corazón de la Guerra Fría. En aquellos años, el futuro premio Nóbel de economía Milton Friedman empieza a urdir su tejido para construir una red intelectual de investigadores favorables al libre mercado. Es un economista brillante, pero sus propuestas a favor de la demolición de la intervención estatal en la sociedad y en la economía resultan demasiado "extremistas" en relación a lo que hacen las empresas y el gobierno de Washington. Con todo y con eso, su centro de investigación recibe financiación de fundaciones privadas y del gobierno. Milton Friedman sostiene ya entonces que las crisis pueden usarse para una "terapia de shock" a favor del libre mercado.
Milton Friedman se convierte en el agit-prop del neoliberalismo, mientras que sus discípulos son enviados por el mundo entero en misión de proselitismo. Sus recetas acabarán convirtiéndose en programas de política económica en Chile, Paraguay, Argentina, Brasil, Guatemala, Venezuela. Hay un pequeño problema. Son programas aplicados con carros blindados en las calles y tortura sistemática en las prisiones, mientras el número de desaparecidos llega a ser tan alto, que ni siquiera los medios de comunicación estadounidenses pueden ignorarlo.
La parte del libro que habla de los años sesenta y setenta cuenta la historia de los golpes de Estado y del uso sistemático de la violencia contra los opositores políticos, y puede parecer un dejà vu de historias sabidas desde hace tiempo. Pero Naomi Klein lo presenta como la primera crisis del neoliberalismo. Chile, Argentina y Paraguay son laboratorios en los que se enriquecen muchas transnacionales estadounidenses, a las que se les permite apropiarse de muchas materias primas y abrir nuevos mercados para sus productos. Una especie de renovada acumulación primitiva deslocalizada fuera de las fronteras nacionales. Por eso vale la pena financiar, de consuno con Washington, el terrorismo de estado chileno, argentino, brasileño y paraguayo. Y es precisamente en ese período que la red intelectual tejida por Friedman se consolida y se extiende al mismo tiempo.
Resulta impresionante el trabajo hecho por Naomi Klein de reconstrucción de las carreras políticas, los vínculos de amistad, las relaciones de negocios de hombres -de Dick Cheney a Donald Rumsfeld, de John Ashcroft a Domingo Cavallo, de Michel Camdessus a Paul Bremen, a Paul Wolfowitz y a la familia Bush- que pasan de un consejo de administración de alguna transnacional a la dirección de un think thank neoliberal, de puestos de responsabilidad en algún gobierno a los despachos del Banco Mundial o del FMI.
La hasta ahora contada es historia conocida fuera de los EEUU. Naomi Klein lo sabe, pero también es consciente de que en los EEUU es historia sabida o desvelada sólo para una minoría de activistas o intelectuales radicales. De aquí su obra de sistematización de las informaciones antes de entrar a contar la segunda ola neoliberal, que tiene, como la primera, un apóstol. Es otro economista, se llama Jefrey Sachs y quiere demostrar que el libre mercado, a diferencia de lo que pareció ser el caso en América Latina, no es incompatible con la democracia.
Es un auténtico "evangelista del capitalismo democrático", y ve en el desplome de la Unión Soviética y del socialismo real la mejor oportunidad para conciliar la democracia con las "leyes naturales" del mundo de los negocios. Aconseja -y es escuchado- a la Polonia de Lech Walesa y a la Rusia de Boris Yeltsin una desregulación radical de sus economías. Su receta será un fracaso, pero en ese mismo momento su "terapia de shock" halla un valioso aliado en un FMI ya definitivamente depurado de economistas vinculados todavía a las teorías de Lord Maynard Keynes.
La deuda será el arma vencedora empleada por los neoliberales, que concederán préstamos sólo a condición de que se desregularice completamente la economía. Es el llamado consenso de Washington, son su corolario de "programas de ajuste estructural". Como en el pasado, las transnacionales se harán de oros, pero Sachs, lo mismo que los demás "evangelistas del libre mercado", sostiene que lo que ahora corresponde es que todas las actividades productivas y los servicios sociales gestionados por el estado sean puestos en almoneda, aun a costa de sacrificar centenares de miles de puestos de trabajo sobre el altar de la competitividad internacional. La pobreza, no dejan de repetir, es un efecto colateral que sin embargo acabará siendo despejado por la mano invisible del mercado.
La "terapia de shock" se nutre ya de estrategias de marketing, propaganda y falsificación de datos, tratando de demostrar que el mercado libre es la única vía para escapar de la decadencia económica y de la pobreza masiva. Pero el consenso tiene que ser conquistado electoralmente, aun si eso puede llegar a ralentizar el ritmo de "reformas".
La política woodoo
Para remover ese obstáculo hay una estrategia bien probada durante la "guerra de la deuda" en América Latina: crear el pánico, para luego presionar a fin de que se adopten "terapias" económicas neoliberales. El Banco Mundial y el FMI se convierten entonces en instituciones supranacionales adaptadas al objetivo de limitar la soberanía popular y privar a los gobiernos nacionales de cualquier autonomía decisional.
Los programas económicos son, pues, confeccionados en Washington, pero su aplicación in situ viene garantizada por personal político "fiel a la línea". NaomiKlein muestra documentalmente cómo incluso las crisis asiáticas de los años noventa tuvieron como protagonistas al Banco Mundial y al FMI, que orquestaron a sabiendas la crisis financiera a fin de demoler toda presencia estatal en la economía. Y cuando Tailandia, Filipinas, Malasia, Indochina y Corea del Sur capitularon frente al FMI, un "Chicago boy" escribió una columna en el Financial Times parangonando la revolución del libre mercado en Asia con una "segunda caída del Muro de Berlín".
En América Latina la situación es distinta. Las dictaduras se desplomaron una tras otra y subieron al poder muchas coaliciones de centroizquierda. Es la era, afirma Naomi Klein, de la política woodoo, caracterizada por programas electorales keynesianos y sucesivas políticas económicas rígidamente neoliberales.
El embrollado ovillo que Naomi Klein pacientemente deshilvana muestra no tanto un comité de negocios de la burguesía, cuanto un trust de empresas cuyo negocio consiste en el vaciamiento del estado de toda función, incluida la de la guerra. Es el nacimiento del "estado corporativista", según lo define la autora, en donde una restringida elite pasa de una empresa a cargos públicos sin el menor respeto a las normas liberales contra el conflicto de intereses.
El "capitalismo de los desastres" no puede sino seguir renovando la inseguridad social. El 11 de septiembre es, desde este punto de vista, un maná para los neoliberales. La "guerra al terror" se convierte así en la retórica tras la que ocultar la venta de la defensa nacional a las empresas privadas y el pleno control del petróleo.
Con la invasión de Afganistán y del Irak, el warfare, es decir, el uso de la guerra para relanzar la economía, se ha elevado a sistema, porque la guerra al terror es una guerra total que no sólo implica al sector militar, sino a la sociedad entera. Iluminador a este respecto resulta el capítulo que la periodista canadiense dedica a Israel, haciendo del desarrollo de la industria high-tech de la seguridad y de la llegada de los hebreos de la Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín dos de las claves interpretativas -no las únicas- del paso de una hipótesis de paz con los palestinos al funesto paseo de Ariel Sharon por la explanada de las mezquitas que provocó la segunda Intifada.
Los prófugos del Este europeo pudieron substituir la fuerza de trabajo palestina a bajo costo, mientras que las empresas high-tech pudieron ofrecer sus productos al mundo entero, visto que la guerra al terror es la guerra de la civilización occidental contra sus enemigos.
La economía de la catástrofe
Cuando Naomi Klein comienza a analizar los efectos devastantes del huracán Katrina y del Tsunami descubre que las catástrofes son utilizadas por el FMI como misión creep, es decir, expansión indebida de una misión, en este caso de la máquina pública. Los últimos baluartes del estado como garante de la convivencia social son sometidos a ataque. Nueva Orleáns se ha convertido en el laboratorio de esa ulterior privatización del estado. Análogamente, el Tsunami es utilizado para transformar algunas regiones o aun naciones (Sri Lanka, Tailandia y las Maldivas) en clubes de vacación para las elites globales.
Así es narrado el capitalismo de los desastres. Naomi Klein, como ya hiciera en NoLogo, no quiere construir una teoría del desarrollo capitalista. Es una excelente publicista y periodista de investigación que se plantea siempre la pregunta correcta: cómo organizar la resistencia al neoliberalismo. Es verdad que su defensa del estado de Bienestar puede parecer ingenua, pero cuando empieza a enumerar qué hacen y qué proponen los movimientos sociales, el suyo resulta un keynesianismo que abre puertas al autogobierno por parte de los movimientos sociales y a una democracia radical.
Shock doctrine es, pues, un libro ambicioso, porque pretende ofrecer un mapa del "capitalismo de los desastres". Es ciertamente un fresco de la reorganización del capitalismo tras el 11 de septiembre y empieza a identificar sus puntos de fuerza, las empresas líderes que están emergiendo, su vocación global. Pero también identifica sus puntos débiles.
Es, pues, un mapa útil de leer, también para prepararse a resistir la próxima ola de terapia de shock que se alimentará con la próxima catástrofe ambiental y con la próxima etapa de la guerra preventiva. O del anunciado e italianísimo recorte de los gastos sociales para contrarrestar la decadencia económica.
Tomado de: http://www.rebelion.org/noticia. php?id=56504
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